Comentario
De manera muy genérica se puede decir que la pintura protogótica, en mayor o menor grado, es testigo y exponente de un profundo cambio de concepción del mundo. En las decoraciones de catedrales, iglesias, ermitas, en la de los palacios y mansiones privadas, en la de los frontales y retablos, el "terror románico" y la angustia escatológica dejan paso a una apreciación de la realidad dominada, en lo religioso, por el sentimiento, por el patetismo y por el dolor, y en lo temporal, por el orgullo de una nueva clase.
El hombre ya no está subyugado por el Dominus; hasta cierto punto posee un mayor grado de libertad, incluso de libertad ante el arte; puede escoger entre ver y no ver, por su disposición no focal en el ámbito eclesiástico, aquellas imágenes que intentan acercarlo, por simpatía, al dolor del Dios hombre, que intentan hacerle aflorar su ternura, su compasión. El hombre, incluso, ya no debe mantener un diálogo o un enfrentamiento directo con el Omnipotente; cuenta con unos seres, los santos, de su misma naturaleza, que interceden por él, y son sus abogados, sus protectores.
Y una parte de estos hombres, aquellos que en el mundo románico se habían parapetado detrás de la imagen justiciera de Dios, aquellos señores nobles dueños del cuerpo y de la vida de sus siervos, empiezan a estremecerse ante el empuje de otra casta social, la urbana, que les obliga a perpetuar en imágenes aquellas gestas militares, aquellos blasones que, a la vez que les otorgan gloria, dan fe del papel social que empiezan a perder.
En la pintura protogótica se asiste a una casi total desaparición del concepto escatológico en el ámbito de la iconografía religiosa. Las imágenes arquetípicas del románico que lo representaban apenas ya aparecen o lo hacen con otro significado. Las visiones apocalípticas de la Maiestas Domini, el Omnipotente Dios Juez, los cuatro vivientes loadores de la gloria en que vive por los siglos y otras alusiones teofánicas, sean la Dextera Domini, el Agnus Dei o la Paloma del Espíritu Santo, apenas son figuradas y, cuando aparecen, han perdido toda su fuerza moralizante y aun coercitiva.
Por el contrario, surgen nuevas tipologías iconográficas casi desconocidas hasta aquellos instantes; una de ellas es la del Trono de Gracia. El carácter de esta imagen, que tiene una de sus más bellas representaciones en el compartimento central de uno de los retablos de Vallbona de les Monges, deriva sin duda de la Maiestas Domini románica, tal como se puede comprobar en los ejemplos más antiguos que conocemos de la misma (Evangelario de Perpignan, Misal de Cambrai, etc.), pero su significado es muy otro; junto al Dios todopoderoso aparece el Dios-hombre.
No hay duda de que la erosión de la imagen y de la significación de Dios como ser omnipotente, justiciero, etc., pertinente en el mundo románico, se acompañó con la progresiva importancia que fue adquiriendo el Dios-hombre, y tal como se ha dicho, incluso, el hombre próximo a Dios, es decir, el santo.
En la evolución iconográfica de fines del siglo XIII y de la primera mitad del siglo XIV va desapareciendo también la consideración del hombre como deudor en sumo grado de Dios, de ser creado por Dios que no se puede rebelar contra su creador, y de ser que perdió su inicial estado de perfección y de felicidad. Esto se evidencia en la pérdida de protagonismo de los episodios del Génesis. Aunque existan muestras muy notables del mismo, como las de Urriés, los programas iconográficos se centran sobre todo en el Nuevo Testamento y de manera particular en el ciclo de la Pasión. Si la Maiestas Domini se puede considerar la imagen más característica de la pintura románica, la Crucifixión lo es de la pintura protogótica.
En realidad, como hemos dicho, en toda la pintura protogótica, excepto en aquella que se muestra en extremo enraizada en el espíritu románico, el alejamiento de lo divino propio de la época anterior deja paso a una humanización, producto de un concepto más vivencial de los acontecimientos representados, no ajeno a las escenificaciones teatrales sobre tema religioso que empezarán a proliferar en aquellos instantes.
No es fácil seguir los orígenes de este cambio de concepción religiosa, pero parece que no se pueden excluir como factores desencadenantes ni el declinar del mundo feudal, cuyos principios inspirarán en buena parte las relaciones de poder presentes en la pintura románica, ni tampoco la crisis que afectó a la propia evolución de la Iglesia a lo largo del siglo XIII.
Para los visionarios de la época, como san Francisco de Asís, que empezaron a cuestionar la finalidad de la vida del hombre y el entendimiento de lo divino, las llagas que simbolizan la Pasión de Cristo adquirieron el carácter de vida de salvación. La cruz dejó de ser un título de Gloria para la divinidad triunfante sobre la muerte, y empezó a ser, con la sangre, con el sufrimiento y con la muerte, lazo de unión entre el pueblo que tenía que batallar con la dura vida cotidiana y la divinidad convertida en hombre.
A lo largo del siglo XIII proliferarán las meditaciones sobre la vida de Cristo; las visiones del crucificado fueron motivo principal en las conversiones de beatos y santos; alrededor de la figura de Cristo se creó un sentimiento patético, del todo desconocido en el mundo románico, a través del cual el dolor se confundía con el fervor. Y eso, como hemos apuntado, no sólo se percibe en las artes de la pintura; antes al contrario, fue seguramente la literatura la que impulsó ese cambio de relación entre lo divino y lo humano. En tierras hispánicas, quizá nadie mejor que Ramón Llull, el hombre que había abandonado los placeres terrenales y la mundanidad después de las visiones atormentadas del Crucificado, para transmitir este nuevo sentimiento. En su "Plant de la Verge", siguiendo el modelo del "Planctus Mariae", del Stabat Mater, bajo la misma inspiración que muestra el "Pianto della Madonna" del franciscano Iacoponi da Todi, el doctor iluminado pone en boca de la Virgen un profundo sentimiento de dolor y de realidad que sin duda es el mismo que podemos apreciar en las crucifixiones protogóticas.
A pesar de que este realismo está patente en todas ellas, su tipología no es la misma. Desde una composición eminentemente plástica, en la que la figura de Cristo se erige como eje de simetría entre san Juan y la Virgen (pórtico del antiguo Relicario de Santa Tecla de la catedral de Tarragona, retablo de Marinyans, murales de San Miguel de Foces), en ocasiones con la presencia de Longinos y Stefanos (ábside de la parroquial de Gaceo), se avanza hacia la superación de esa economía iconográfica y de este geometrismo constructor de la escena para alcanzar representaciones en las que la Crucifixión se convierte en una compleja transcripción iconográfica, influida tanto por los Misterios como por la literatura de la época (representaciones murales de la catedral de Pamplona, Peralta, San Miguel de Cardona, etc.).
Con todo, el tipo de Crucifixión que revela una mayor novedad iconográfica en relación al pasado y aun a las representaciones altogóticas, es el que comúnmente se denomina Lignum Vitae. Esta iconografía, propia de las iglesias franciscanas y dominicas, en tierras catalanas, tiene dos magníficos ejemplos: el de la Capilla de los Dolores de la parroquial de L'Arboç y el de la iglesia del convento dominico de Puigcerdá. Se conoce la existencia de otras representaciones, como la del convento de frailes menores de Barcelona y la que decoraba el muro del coro de la iglesia del monasterio de Santa María de Pedralbes, obra que según el contrato que conocemos fue pintada por Arnau Bassa.
Iconográficamente el "Lignum Vitae" conjuga el tema de la Crucifixión de Cristo con uno de los signos que casi todos los pueblos han asociado con el poder regenerador: el árbol. El árbol ha sido desde las culturas más primitivas una imagen cosmogónica, eje del mundo, soporte del universo, símbolo de la fecundidad inagotable, de la regeneración cíclica, de la resurrección. No es, pues, de extrañar que ese árbol fuese adoptado por el cristianismo de la salvación para unirlo a la figura de Cristo crucificado, su imagen más significativa. El tema recibió forma del pensamiento de san Buenaventura en su opúsculo ("Arbor crucis" o "Arbor vitae" o "Fasciculus myrrhae", según los diversos códices, cuya intención era encender la devoción y guiar la piedad de los fieles hacia la vida, la pasión y la glorificación de Jesucristo). De ahí pasó a la miniatura como propia ilustración del texto de san Buenaventura, a las vidrieras y a la pintura.